“Es que yo soy muy perfeccionista”. Fue la frase que escuché, no hace mucho, en consulta. Acompañada de cierta risa nerviosa, fue expresado de forma abierta, tajante, impositiva, y me atrevería a decir que, hasta con cierto grado de satisfacción y omnipotencia.

M. aún no lo sabe, pero ser perfeccionista no es sinónimo de fortaleza. No te convierte en una superheroína con un ajustado vestido rojo y poderes sobrenaturales que te permiten acabar con todos los malos, que facilita que todo siempre esté bien, que no sufras, que no dañes (y que no seas dañado). Por el contrario, es una (¿“cualidad”?) que te mantiene dentro de una burbuja frágil de cristal, que con el simple paso del viento se rompe. Se rompe porque nada es suficiente.Todo es mejorable. El error es inaceptable. Te convierte en un ser despreciable y sin valía en el mundo. Y sufres. Sufres constantemente porque nada ni nadie se ajusta a tu percepción e idea de felicidad.

En un nivel muy profundo e inconsciente, M. considera que no está bien ser como es ella. Siente que hay algo defectuoso que tiene que corregir. No sabe exactamente el qué, pero esa sensación interna de imperfección le impulsa al cambio y al compromiso de mejorar. Cree que de esa forma volverá a sentirse bien consigo misma. Y es entonces cuando, sin darse cuenta, crea un ideal subjetivo, que determina cómo debería ser. Y cuando no es así, M. sufre. Y llora. Y siente. Y se rompe su delicada y frágil burbuja de cristal de superheroína. Y es que M. es im(perfecta). Yo soy (im)perfecta. Todos somos im(perfectos).

«La perfección no se trata sólo de control. También se trata de dejarlo de lado».

Cisne Negro (2010).

Comentar